sábado, 6 de octubre de 2012

El fin del mundo _ Las bestias doradas

 
«Al irrumpir el otoño, las bestias se revestían de un largo pelaje de color dorado. Dorado en el más puro sentido de la palabra. En aquel color no se mezclaba ningún otro. Su dorado nacía como el color del oro en este mundo y existía en este mundo como tal. Y entre todos los cielos y todas las tierras, las bestias se teñían del más puro color del oro.
 
Cuando llegué a la ciudad –sucedió en primavera–, las bestias lucían pelambres de distintos colores. O negro, o castaño, o blanco, o caoba. También las había que combinaban varios colores en sus pieles moteadas. Y revestidas de pelajes de diversas tonalidades, las bestias vagaban en silencio y soledad, como arrastradas por el viento, por la superficie de la tierra cubierta de vegetación joven. Eran tan sosegadas que casi podía calificárselas de meditabundas. Incluso su aliento era discreto como la neblina matinal. Pacían la hierba verde sin el menor ruido y, al saciarse, doblaban las patas, se tumbaban en el suelo y descabezaban un corto sueño.

La primavera pasó, acabó el verano y, en el momento en que la luz adquiría ya una tenue transparencia y el primer viento de otoño comenzaba a rizar el agua estancada de los ríos, las bestias sufrieron una metamorfosis. Pelos dorados empezaron a aparecer en su pelaje, al principio de forma dispersa, como fruto del azar, igual que una planta brota a veces fuera de temporada, pero pronto se convirtieron en innumerables tentáculos que fueron enzarzándose en el corto pelo hasta acabar recubriéndolo por entero de un brillante color dorado. La metamorfosis de las bestias duró, de principio a fin, una semana escasa; empezó de manera casi simultánea y acabó casi al mismo tiempo. A lo largo de una semana, todas, sin excepción, mudaron en bestias de color de oro. Y al ascender el sol y teñir el mundo de una nueva luz dorada, el otoño descendió sobre la superficie de las cosas.

Sólo el largo cuerno que les crecía en medio de la frente era de un delicado color blanco. Su frágil finura hacía pensar, más que en un cuerno, en una esquirla de hueso que hubiese rasgado la piel por accidente y se hubiese enquistado. Con la excepción del blanco cuerno y del azul de los ojos, las bestias se metamorfosearon por entero en el color del oro. Y, como si desearan probar su nuevo traje, sacudían la cabeza arriba y abajo infinitas veces y punzaban el cielo alto de otoño con la punta de los cuernos. Remojaban las patas en el agua ya fresca de los ríos y tendían la cabeza hacia los frutos rojos de los árboles otoñales y los devoraban con avidez.»

Haruki Murakami